Solo quería rescatarlo. Era motivo de su
vigilia. Cada noche le robaba las ligas de sus sueños, le dejaba las muñecas
marcadas con pensamientos. Apenas respiraba y exhalaba orugas que nunca mutaban
en mariposas. Decidió aventurarse en recorrer los muros de su mente, sabía que
era un riesgo perderse entre sus laberintos. Valía la pena luchar por él. No
importaba cuan tergiversada fuera la relación entre ellos. No más nubes
grises, no más inviernos en primaveras,
ni silencios anidados en su pecho. Escuchó el sollozo de sus manos, resignados
a escribir el fin de su historia, tapó la boca de sus dedos, los ampolló de
manera que fuera imposible tomar una pluma. Habló con la luna esa noche, solo
pidió que la acompañara aquella estrella que guardaba aún sus nombres. Fue en
su busca, ahí estaba él, se hallaba en un sueño profundo, un tanto inquieto.
Del cielo cayeron unas luciérnagas sobre
Margarita, cubriéndola de tal manera que la difuminaron como tamo, se esparció
en el viento penetrando la piel de Homero. De éste, solo se escuchó un breve
quejido, ya estaba en su interior. Ella pudo viajar por cada sensación de su
cuerpo, en la calidez de su sangre permanecían los versos que mantenían
latiendo su corazón. Por momentos, aquellas moléculas embravecían, eran los resentimientos,
circulaban por las venas. A pesar de ello, Margarita no deseaba quedarse en el
intento. Cautelosa, se acercó al inicio de aquel laberinto, parecía
multiplicarse conforme avanzaba. Unas paredes estaban decoradas con el
nacimiento de las margaritas, iluminaban ese pasadizo casi cegándola. Otras
estaban cubiertas por enredaderas, parecían madreselvas al acecho, casi podía
sentir que devoraban su imagen, vio como
caían pedazos de sus recuerdos, marchitados, ajados. Topó con la indiferencia,
el ambiente era helado, se le congelaban los ánimos, le oprimían el alma, se
ahogaba en los reproches que emergían de la nada. Tocó la nobleza que se
hallaba arrinconada, le suplicó con humildad le ayudara a encontrar una
oportunidad. Caminaron a tientas, en esa
parte ya todo era penumbra. Margarita desfallecía cuando la voluntad la animó a
seguir. El amor se hallaba atado seguro
al otro extremo, porque se escuchaba susurrar, decía que el orgullo tenía
secuestrado al perdón en el sótano del corazón. Margarita, oportunidad y voluntad
tomaron un respiro, decididos avanzaron hacia el sótano que les indicó el
sentimiento supremo. Estaba aquel corazón endurecido por los momentos amargos,
malos entendidos, rasguños de malos ratos que ya la memoria había bloqueado,
sin embargo, las cicatrices insistían
ventilarse, les daba igual herir a Homero. Margarita observó compasiva al
orgullo que no paraba de parlotear con saña. ¿Cómo podía ser tan cruel?. A
pesar de cuanto escuchaba el perdón le sostenía la mirada con ternura.
Margarita ahora entendía todo acerca de Homero. No se atrevería a juzgarle más.
Sagazmente la Oportunidad se acomodó a espaldas del Orgullo sin que éste se
diera cuenta, mientras, Margarita y la Voluntad a una vez lo cubrían con la
manta de la docilidad. El Orgullo se petrificó enseguida, en su impulso por
ayudar el Perdón abrazó el cuerpo sólido del Orgullo, desmoronándose a su
contacto. El corazón de Homero comenzó a palpitar con fuerza, corrieron por
todos aquellos pasadizos, uno a uno de los corredizos iba transformándose,
reverdecían donde se hallaban los jardines, los recuerdos felices se reconstruían
en los muros, el aroma a tranquilidad se esparcía, les acariciaba con paz. Estaba
por amanecer. Margarita percibía como era fragmentada en átomos multicolores,
lanzada fuera del cuerpo de Homero. El miedo se había escapado de su ser.
Regresó acompañada por la misma estrella. El halo de Luna iba desapareciendo.
El sol comenzaba a asomarse, discreto no cuestionó nada, aunque estaba enterado
de todo. Nada de lo que pasaba en la Tierra le era desconocido. Margarita
permaneció bajo el Encino, donde solía mantener largas conversaciones con
Homero, era un lugar emblemático, era el origen de sus sentimientos. Lloraba de
alegría, con todo su amor había logrado vencer los laberintos que habían ido
distanciándola de Homero. Las ampollas en sus dedos habían sanado, éstas
hablaban sobre escribir tal aventura. Ella las calló. Lo que se hace por amor
se guarda en el alma. Homero era ya un ser libre de ataduras. No había
sensación tan intensa como ver florecer la vida en derredor de ellos. Vio una
crisálida abrirse, del hilo de oro guardado en su interior se escapaba una
mariposa dorada, la vio como ésta paseaba de margarita en margarita, de girasol
en girasol, y cuando bajaban los
pajarillos a alimentarse, éstos cantaban
la historia de amor entre Homero y Margarita, y de cómo habían sido destruidos
los laberintos que les separaran alguna vez, leyenda que fue pasando de flor en
flor. No se supo si permanecieron juntos toda la vida, pero sí que se amaron
como pocos tienen la fortuna de encontrar y descubrir el paraíso en una sola
persona.
©
Ruth Martínez Meráz