Se escondía en el bisel de mis manos,
jugaba en un vaivén de palabras, tejía una telaraña, necesitaba aprisionar al
hombre de mil voces. Tecleaba un sueño de tintes agridulces con el aroma de un soneto
sabor a miel. Pasaba horas desplegando sus dedos en mis palmas, marcaba la
estrategia ideal que su víctima no podría resistir. Venía a mi cada noche,
torturaba mi mente sin descanso, susurraba a mis oídos las oraciones que
palpitaban entre mis sienes, aceleraban mi corazón, excitaban mi mente, lo que
me obligaba a escribir con frenesí hasta alcanzarme el alba. La negritud de mis
ojos frente al espejo reflejaba su rostro. Seguía ocultándose en las pupilas;
me sonrío. Estaba dominando mi voluntad: Yo también deseaba cazar al hombre de
mil voces. Casi terminaba aquellas
líneas que se extendían exquisitamente sobre la piel blanca del alcanforero,
precisaba hechizarlo con su esencia; cuando el hombre de mil voces tocó a mi
puerta. No era relevante el final de mi argumento sobre aquel escrito. Así que
apuré el paso para hacer entrar a mi presa. Ahí frente a mí, con ese aire
celestial, estaba éste, se le escapaba un arrullo de entre sus labios,
enrojecía apenado. Le hice pasar hasta la intimidad de mi sala, le indiqué sentarse
mientras regresaba con la composición preparada para él. Tomé
aquellas páginas con la euforia de una niña que va a recibir el regalo más
preciado, disimulando mi emoción se las entregué y comenzó a leer. Le ofrecí
una taza de té que no se negó aceptar. Pensé que repasaría aquellas líneas en
silencio, por si acaso, la bebida haría su efecto. Cursaron suficiente las manecillas del reloj
frente a nosotros, cuando surgió su metamorfosis, primero su voz mutaba en diversos matices, semejante
a una melodía de colores tornasol, después su cuerpo se multiplicó en una
complejidad de aves. Desde entonces, un
ruiseñor canta en el borde de mi ventana.
© Ruth Martínez Meráz (Texto e imagen)
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